27.8.08

Pingüinos de agosto

I

Las ciudades me enamoran. Recién llegada, me dejo seducir por el nuevo lugar. No importa si es una gran metrópoli o un pueblito de 100 habitantes perdido en el medio de la sierra, cada cual tiene su encanto.
Esta vez, el objeto de mi afecto está cerca y lejos: tan sólo 140 kilómetros al este de mi casa, y muy distante de la especie de Miami sudamericana en la que suele convertirse en épocas más cálidas.
Desde el doble ventanal en proa del apartamento donde me quedo, hay vista directa al mar y a la isla. Agosto concede una tímida primavera anticipada.
Diez minutos después de haberme instalado, me invitan a ver a los pingüinos rescatados hace poco de un derrame de petróleo cercano a la costa. En la playa, padres, niños y abuelos se agolpan con sus cámaras y celulares detrás del cordón de seguridad, esperando a que la gente de la ONG que salvó las vidas de estos animalitos los libere nuevamente a su medio natural. 80 pequeños pingüinos desfilan por la pasarela de arena con sus pasitos cortos y tambaleantes, casi como en la alfombra roja de Cannes. Apenas toman contacto con el agua, comienzan a nadar rápidamente, hasta aparecer como decenas de puntitos negros que se pierden en el horizonte.
A la tarde, el tiempo comienza a volverse inestable. La niebla posa sobre los edificios y enseguida llovizna. Al día siguiente amanece lloviendo. Aprovecho para leer un poco, y mirar He-man en el canal Retro.
Para el último día del fin de semana largo, la tormenta parece haber hecho un pacto con el sol y los turistas.
Las ballenas se dejan ver, en grupos de 4 o 5, muy cerca de la costa. Salen a la superficie, y vuelven a sumergirse en un ciclo interminable. Nadan en dirección oeste. Desde la ventana del apartamento, aún se las puede contemplar cerca de la isla.
Aprovecho las últimas horas de estadía para tomar un poco de sol, y ver a una amiga. Le digo que me quedaría a vivir en este lugar. No me cree.

II

El retorno es complicado. Después de tanta paz, me cuesta pensar en mis obligaciones (caos) del día siguiente. Me toca el asiento del pasillo. A mi lado se sienta un nenito. Lleva una mochila grande y una caja como con regalos. Cabeceo un rato hasta que al fin me duermo. Una frenada brusca hace que mi cabeza golpee el asiento de adelante y entonces me despierto.
Un mar de autos invade la carretera. El nenito me mira y sonríe. Pregunta: Son muchos los autos? Sí, le contesto, mientras le cambio momentáneamente de lugar para que pueda verlos. Voy atenta a los mojones del camino que indican por dónde vamos. A los 10 minutos avanzamos tan sólo 1 km. Hago el cálculo mental. A este ritmo, en unas 12 horas llegamos. El nenito repite en voz alta: este sí, este no (juego que consiste en contar todos los autos que dejamos atrás y ahora nos alcanzaron). Querés jugar? Me dice. En eso, el ómnibus vuelve a detenerse repentinamente y la gente se levanta de sus asientos. Juego suspendido. Le pregunto si viaja solo y cuantos años tiene. Me contesta que sí y que tiene 12. Hubiera jurado que no tenía más de 8 o 9. Yo, eterna primera de la fila de la escuela primaria, me siento inmediatamente identificada. Me cuenta que está en primero de liceo y me pregunta en qué año estoy yo. Me río y le contesto que ya terminé el liceo. Me pregunta si es difícil, y le digo que no. Ahora vamos por el cincuenta y dos, dice de pronto. Entendió el juego. Mi amigo (aún no me decido a llamarlo Valentín o Nicolás) bien peinadito y de mirada inteligente, se baja en la terminal. Nos despedimos. Si tengo un hijo, quiero que sea como él.

13.8.08



CSI Montevideo

(Esto increíblemente sucedió)


La última vez que lo vi fue en Punta del Diablo en el verano.
Me sorprendió su llamado en la tarde. Balbuceó una historia confusa de un enjuague bucal, una bolsa de nylon y un extraño líquido rojizo derramado en ella.
Mi pregunta de rigor fue si había ingerido el líquido desconocido. Su respuesta fue vaga, seguida de una catarata de interrogantes acerca de la posible procedencia de la misteriosa sustancia. De nuevo, pregunté si se sentía bien y si había consultado al médico. Cuando estaba a punto de darle el teléfono del CIAT, insistió en que necesitaba "de forma urgente" que lo ayudara a determinar el origen de esa mancha rojiza adherida al fondo de la bolsa del enjuague bucal. Le dije que esperara a la mañana siguiente, que yo pasaba por su casa a buscar la muestra de camino al laboratorio. Contestó que no tenía tanto tiempo para esperar y que ya me estaba mandando la muestra a mi casa en un taxi. Me pareció una locura, y a la vez, el mejor remedio para matar el espantoso tedio de mi tarde con gripe.
El envío llegó en menos de cinco minutos, junto a él en persona y no en taxi como habíamos acordado. Con sus manos envueltas en guantes quirúrgicos, sosteniendo con gesto de repugnancia la bolsita problema (la cual estaba envuelta en otras dos bolsas más por cuestiones de seguridad), me saludó.
Mi vista se detuvo un momento, no en la muestra, sino en quien la traía consigo. Estaba muy distinto a la persona de siempre, y más aún a la imagen que guardo en mi mente, aquella de cuando teníamos 15 años. Se había convertido casi en un ermitaño, de pelo enmarañado surcado por grandes entradas en la frente, y barba larga, con una flacura extrema evidenciada aún más por su atuendo (short, remera y chinelas hawaianas), un tanto estival para este agosto polar. En ese momento deseé que ninguna de mis vecinas chusmas se apareciera. Enseguida, con total tranquilidad y sin guantes, abrí las 3 bolsitas, a tiempo que intentaba atender las aceleradas interrogantes de mi amigo y apaciguar sus temores de haberse tragado accidentalmente la sangre de un desconocido. El temible líquido era en verdad una especie de gel color naranjita, con aspecto a shampoo volcado o jabón de glicerina que se había pegoteado al fondo de la bolsa. Ahí mismo (a la entrada de mi edificio) abrí la canilla del contador de OSE, y dejé caer unas gotas de agua sobre la bolsa. Después froté e hice espuma. Ves, le señalé para tranquilizarlo, la sangre no es de este color y además no hace espuma.
Me miró asombrado como si yo fuese Max Planck explicándole la teoría cuántica. Me dio las gracias, tomó la bolsita, la arrojó en el contenedor frente a mi casa, y así, sin quitarse los guantes, se subió a su auto.
Apenas se fue, y aún algo shockeada por lo bizarro de la situación, llamé a un amigo en común y le conté lo sucedido.
-No sabías nada? Contestó mi amigo. Hace meses que no sale de la casa. Está re paranoico y piensa que se va a morir infectado por algún germen. Hace poco nos avisó a mi hermano y a mí que sólo iba a dejar que fuera a visitarlo quien tuviera el carné de salud vigente.




Una pestaña se perdió.
Recorrió durante días las húmedas veredas de la ciudad gris,
hasta que al fin encontró la claridad de mi ventana.
La tomé y escudriñé bajo mi lupa, y así volví a saber de su dueño.
La sostuve en mi pulgar unos momentos, pedí un deseo
y la dejé escapar al viento, igual que a él.